Vivimos tiempos tan extraños que un algoritmo puede guiar el discurso de un político, el argumentario de un partido o un programa electoral. Nadie dice la verdad por miedo a molestar al votante, al cliente, al familiar que se incomoda por casi todo. Las crónicas periodísticas cuentan que nadie se atreve a decirle nada a Putin. Es lo paradójico de nuestra era: todo sucede muy rápido menos las soluciones importantes.
Y a todo esto llega a la política nacional un veterano llamado Alberto Núñez Feijóo, conocido por sus andares autonómicos y sus mayorías absolutas. Un tipo normal que se quitó la gomina para ser candidato a la Xunta de Galicia porque tenía pinta de yuppie neoyorquino y eso en las aldeas del rural gallego no se iba a entender. Creo que es la única concesión que le ha hecho a los manuales del buen candidato. No lo hemos leído regateando corto en las redes sociales ni elevando el tono más allá del mitin.
A Nùñez Feijóo no lo hemos leído regateando corto en las redes sociales ni elevando el tono más allá del mitin.
Total, que el pasado sábado dos de abril, paseando por el Monte del Pilar, me enchufé a su discurso en el Congreso del PP. Aquella oratoria plagada de obviedades disparó la revolución política que llevamos años esperando. Dijo que las gentes normales y corrientes no se pegan en las barras de los bares, no se insultan en los institutos, no se escupen exabruptos en los hospitales. Se preguntaba con asombro por qué los políticos no eran capaces de hacer lo mismo y yo me alegré de que, por fin, alguien lo dijera. También explicó que no hay empresas sin trabajadores ni trabajadores sin empresas, lo cual no es una conclusión enrevesada. Del más elemental Perogrullo. Es decir, revolucionario.