Con cada Navidad, el escritor francés George Perec escribiría un libro entero lleno de recuerdos que, pasado el tiempo, leería hasta el llanto. El tiempo siempre hace de las suyas. Pero también sana. La Navidad es volver a la mesa de mantel fino, a las viandas de la madre. Este año lamentaremos lo carísima que ha salido la cena de Nochebuena para el común de los mortales y quizá haya avezados cuñados que se atrevan a pronunciar las palabras ‘malversación’ y ‘sedición’. E irán más lejos: pronosticarán cambio de Gobierno. Solo al recibir los regalos de este año en guerra (no lo olviden), habrá quien diga: pelillos a la mar.
Las Navidades nos llevan a la casilla de siempre. Dicen que diciembre es el mes más triste del año porque nos recuerda las inquietudes no cumplidas y las ausencias que nunca más rellenaremos. Con todo: es una suerte seguir por aquí. Es un tiempo de memoria de hierro porque siempre vomita recuerdos. Recostados en las noches cortas de jarana, haremos los propósitos de siempre, apagaremos velas y nos abrazaremos como si nos quisiéramos mucho hasta el año que viene.
Pero, ¡ay de los solos y las solas! En Navidad hay rebrote de esa epidemia para la que sigue sin haber remedio. Nunca es momento para los temas importantes porque el desorden mundial deja sin tiempo a los que reforman delitos que no mejoran la vida de los ciudadanos. Solo solucionan mayorías parlamentarias que garantizarán hipotéticos gobiernos. Nos prometieron el fin de los insultos y la llegada de los pactos. Me temo que tendremos que esperar a las próximas Navidades y, mientras tanto, tiraremos las millas invernales que nos separan de la primavera. O de las próximas elecciones.