El 8M de 2023 nos ha dejado una resaca que no termina de licuarse con el paso del tiempo. No se aligera. Sigue pesando y pesará durante tanto tiempo como dure la larguísima campaña electoral. Una eternidad. Ya estamos, de hecho, enfrascados en los argumentarios políticos y sonroja comprobar que unos y otros tiran de ellos. Todos son iguales. Y, entre medias, no lo olviden: una moción de censura sin fecha, al menos, al cierre de este número de En papel. ¡Qué desperdicio de tiempo y de recursos (léase dinero)! Con la de cosas que tiene pendientes este país y sus ciudadanos cada vez más empobrecidos y cada vez más desiguales. Cualquiera diría que tenemos un ministerio de Igualdad. Cualquiera lo diría… Es, probablemente, la cartera con mejor título, la niña bonita de cualquier gobierno, la que se disputaría cualquier ministrable. ¿Qué otra noble aspiración puede tener la política más que acabar con la desigualdad? Y sin embargo… A mi juicio, cada vez existen más desigualdades invisibles. Desigualdad en la educación, en la sanidad y hasta en la forma en que nos alimentamos. El rico come bien, el pobre engorda y enferma porque come mal. Pero a nadie le importa porque son, eso, desigualdades invisibles. Cualquier diría, insisto por segunda vez, que tenemos un ministerio que podría ir de eso en vez de trasnocharnos por discursos que fracturan y resucitan todos los malestares. El ministerio de Igualdad se ha convertido en una maquinaria de agitación y en un motor de divisiones. Nunca antes desde los poderes públicos alguien se atrevió a inmiscuirse en la intimidad de nuestras sábanas. Nunca antes se habló de cómo debemos sentirnos o cómo debemos practicar sexo. Aunque, pensándolo bien, sí: ocurría con Franco. Los mensajes sobre la sexualidad y su finalidad eran tan explícitos que las mujeres han tardado varias generaciones en sacudírselos. En la era de la inteligencia artificial, sonroja comprobar que alguien crea que la igualdad es decir a una mujer cómo disfrutar de su cuerpo. ¡Qué derroche por todas las cañerías!