Un libro de reciente publicación en España, “Ética para desconfiados” del profesor David Pastor Vico, me ha permitido adentrarme en la filosofía fácil que andan rebuscando los que estudiaron la carrera hace veinte años y no se han resistido a quedarse en las aulas. Me gusta su autor y me gustan Jorge Freire o Carlos Javier González Serrano, almas extrañas en este siglo de influencias vacías o escasas.
Dice Vico que la desconfianza es uno de los signos de estos tiempos y lo argumenta comparándolo con los años de nuestra infancia, aquellos felices setenta y ochenta en los que el mayor riesgo al que se enfrentaban nuestros padres era que la vecina nos hiciera un bocadillo de mortadela con aceitunas mejor que el que sacábamos de casa envuelto el papel de plata. Todo lo demás eran miedos a medias. No nos asesinaban ni nos violaban las manadas de pobres adolescentes educados en el porno de los móviles. Ahora, sí pasa. O pasa más que antes. Por eso educamos en el “no hables con nadie no vaya a ser que te rapten”. Así nos hemos hecho una sociedad cada vez más “yoista” que, al mismo tiempo, se conjura contra la epidémica soledad sin más herramientas que una red social.
Supongo que la falta de confianza no es un fenómeno nuevo, pero es interesante ponerle nombre a lo que nos pasa para que miremos la vida con las gafas adecuadas y no con las que nos prestan los que prefieren guiarnos solos. Porque si hay algo de lo que se aprovechan quienes nos gobiernan es de que deambulemos sin conocer a nuestros vecinos. Cuanto menos sepamos de sus males, mejor. Anótenlo.