Dos niños han matado a su madre. Ha ocurrido en Castro-Urdiales, en Cantabria. Sólo tenemos la versión de los niños (que han matado a su madre).
Y de ella, bajo tierra ya, no tenemos más que los testimonios de los que cuentan que era una mujer excelente, entregada a sus hijos, consciente de la responsabilidad de haber adoptado a dos hermanos (que la han matado).
¿Por qué lo han hecho, por qué un chaval de 15 años coge un cuchillo y se lo clava a su madre? ¿Por qué le tapan la cara con una bolsa y la bajan, a rastras, hasta el garaje para huir del escenario del crimen? ¿Qué anestesia emocional ha actuado en esa mente adolescente? ¿Estamos en peligro?
Se ha publicado que la madre exigía resultados académicos, que incluso los pegaba si no sacaban buenas notas. He leído tantas cosas y sé tan poco de esos niños y de esa madre asesinada que me cuesta discernir. De un tiempo a esta parte pienso que los hogares son territorio comanche para muchas mujeres, también para los hombres (pero menos).
La pasmada observación de lo que ocurre cuando se cierra la puerta y se echa la llave, me lleva a concluir que los peores contagios de enfermedades que ni podemos siquiera imaginar ocurren demasiado cerca.
Así que sólo me sale compasión. Compasión a raudales y una pena infinita porque no hay legislador que pueda meterle mano a este asunto en el que la ley que se impone es tan íntima, tan oscura, tan silenciosa que sólo podemos ser sus víctimas. Así que parémonos un segundo a pensar en lo que nos rodea, a mirarnos al espejo y a diagnosticar los síntomas para evitar desastres que sólo ocurren… de puertas adentro.