Hace un par de semanas, Felipe González y Eduardo Madina se sentaron a hablar de la Constitución, invitados por la Fundación Gregorio Peces Barba.
Durante dos horas la auscultaron, cada uno desde su atalaya y con sus edades. Recién cumplidos los cuarenta y cinco, algunos querrían ver muerta a la Carta Magna. Otros creemos que sigue siendo el instrumento más útil de nuestra democracia.
Necesitada de algunos retoques, como las casas que piden a gritos una reforma antes de que se atasquen las cañerías, resulta estúpido enfrascarse en querer dilapidarla de arriba abajo sólo por los intereses de unos pocos. Ya lo intentó Podemos y el resultado ahí está.
Felipe González siempre hablará de los 202 diputados de su primera legislatura de 1982. No cabe duda de que la vida se debía de ver de otra manera. Cree (y Felipe González asiente) que los políticos de hoy siguen instalados en lo “irrenunciable” sin plantearse a qué pueden renunciar.
La Transición se hizo exactamente al revés. Los comunistas renunciaron a la república. El PSOE renunció al marxismo. Suárez, a los principios del movimiento, y los ministros franquistas que llegaron a las Cortes Generales, renunciaron al propio franquismo. Sin traumas. Sin vociferar el disenso. Sin miedo.
Hoy el fragmentado Congreso de los Diputados, en vez de buscar el acuerdo, se contorsiona hasta distorsionar sus ideas y alterar sus convicciones. Pese a todo, me quedo con la conclusión de Madina: la realidad, tozuda y circular, acabará poniendo de moda los pactos. Ojalá. De otra manera, nos va a aterrar adentrarnos en un futuro en el que nadie piensa.