La alerta del 112 en la Comunidad de Madrid por la DANA nos infartó a todos el pasado domingo, primero de septiembre (para más fastidiar). Cada uno podrá contar qué hacía y qué creyó que pasaba cuando su teléfono empezó a emitir ese sonido de sirena, propio de las guerras que hemos visto en el cine o, por desgracia, en los informativos que siguen contando lo de Ucrania.
Volaron los mensajes. ¿Te ha llegado? O: ¡Mirad lo que me ha llegado! Naturalmente, todo el mundo estaba al tanto porque todo el mundo recibió el mensaje. Se me metió el miedo en el cuerpo. Lo confieso. Y no salí de casa en todo el día. Es decir, cumplí la orden. Pero, a renglón seguido, pensé en si esto se va a convertir en norma. ¿Las autoridades van a relacionarse con nosotros así? ¿A golpe de mensajes de terror? ¿Y si un día nos dicen que un meteorito de dimensiones descomunales va a impactar contra la población? No recuerdo que durante la pandemia nos dirigieran así, a golpe de pitido de móvil.
Las imágenes que ha dejado la DANA son terribles. Madrid se inundó, Toledo cuenta fallecidos, en Tarragona, vecinos confinados. Trenes desviados y cancelados. El cálculo de los daños no es concluyente a esta hora en que les escribo, pero solo digo que algo habrá que hacer más que dejar KO a los ciudadanos y paralizar ciudades con los efectos que eso tiene. Sí, da pavor ver lo que la naturaleza puede llegar a hacer con nosotros. Y no, no vale solo con meternos el miedo en el cuerpo o alertar de los riesgos. El debate va más allá. Y ya sé que aburre la simple mención al cambio climático. Pero es nuestra obligación sacudirnos el bostezo. No es ninguna broma. Despolitícenlo de una vez. La naturaleza es más poderosa que cualquier alerta en un móvil, que cualquier extremismo, que las ideologías. Más poderosa que nosotros.