Millón y medio de españoles tienen una situación de dependencia reconocida. Podrían ser más porque trescientos mil están en lista de espera y corren el riesgo de sumarse a los cuarenta mil que fallecieron en 2023 esperando a ser valorados. Es decir, murieron esperando una respuesta de su país.
Afortunadamente, en España envejecemos bien. Tenemos una esperanza de vida superior a la de países de nuestro entorno. Será la alimentación o el sol o vaya usted a saber, pero vivimos más. Otra cosa distinta es cómo llegamos a octogenarios o nonagenarios. Las estadísticas dicen que son
pocos los que se libran de enfermedades crónicas o de problemas de movilidad.
O sea, que llegamos escacharrados. Es ahí donde uno espera que le echen una mano. Las familias, cada vez más cortas y más despegadas, ya no son el colchón de los mayores y es ahí (también) donde estallan las costuras del Estado.
“Hasta ahora todo ha funcionado razonablemente bien porque los hijos cuidaban de los padres”
Hasta ahora todo ha funcionado razonablemente bien porque los hijos cuidaban de los padres, pero, ¡ay!, cuando faltan los hijos el invento hace aguas. A mí, qué quieren que les diga, los datos de fallecidos que nunca fueron citados para recibir un diagnóstico me hielan la sangre.
Nos indignamos mucho con las tropelías de los políticos, con las leyes que aprueban los parlamentos, con los desmanes de los ‘koldos’ y nos resbalan otras flagrantes injusticias. La Ley de Dependencia se aprobó hace 17 años.
Una concluye o tiene al menos el derecho a concluir que en este país las leyes están para incumplirse y ¿los impuestos? Si no es para esto, ¿para qué demonios están?